jueves, octubre 27, 2016

La suerte de Schiaparelli

Dijeron en la Tierra que Schiaparelli se había estrellado. La sonda, habiéndose desprendido previamente del orbitador, habría de salvar en solitario la distancia que la separaba de Marte, penetrar en la atmósfera a veintiún mil kilómetros por hora, activar un complejo sistema de frenado y posarse en la superficie como una pluma. Una caída que se habría prolongado durante seis minutos de incertidumbre. Sin embargo, tanto las observaciones de radio tomadas desde tierra, como las recogidas por las sondas en órbita marciana, confirmaron que Schiaparelli había enmudecido poco antes del momento en que debía haber aterrizado. Lo achacaron a un error informático: los propulsores de hidracina se encendieron solo durante una décima parte del tiempo previsto y la sonda se precipitó al suelo a gran velocidad.

Esa fue, de manera resumida, la versión que figuró en los periódicos y, en parte, se justifica porque en el planeta vecino era virtualmente imposible que conocieran la existencia de Lelm. Justo al contrario de lo que ocurría entre los niños de las tribus de Meridiani Planum, donde su fama de cazador de cometas había trascendido los límites del grupo de aficionados. Su destreza era tal que le había brindado la admiración de algunos adultos; pues en un par de ocasiones, le gustaba recordar siempre, los venerables habían condescendido a abandonar su actividad meditativa para agraciarlo con su interés. Y no se podía imaginar reconocimiento mayor, salvo el de su incondicional cuadrilla.

Quedaban en espacios abiertos. Desde hacía un tiempo, formaba parte de la rutina de todos: Lelm y sus compañeros caminaban un buen rato por la llanura, llevaban los equipos, limpiaban el polvo de sus componentes y los montaban in situ. No admitía ninguna duda, algunas cometas eran auténticas maravillas. Arnil, irrefutable talento de la ingeniería, ayudaba a los demás con pequeños ajustes y mejoras. Naturalmente, su criatura maniobraba como un ángel pese al enrarecido aire marciano; era mágica. Por su parte, la habilidad de Lelm giraba en torno al cañón. Era capaz de amartillarlo con una rapidez insólita y alcanzar a cualquier máquina en pleno vuelo.

Entre todos perfeccionaban los aparatos día a día. Lelm era la prueba de fuego de cualquier constructor de cometas y no era raro que algún aficionado se acercara desde otras regiones, cansado de la ineptitud de los tiradores locales, para poner a prueba su competencia. Por eso, cuando vieron el destello en el cielo, no les pilló de sorpresa; salvo por el hecho de que el objeto que se presentó fue la cometa más portentosa que habían tenido ocasión de ver. Hasta Arnil pareció conmovido, volaba demasiado alto para su gusto.

—Prueba con éste, seguro que también puedes derribarlo —le dijo.

Pero Lelm no había perdido el tiempo y ya lo había centrado en su mirilla. El estruendo ahogó el desafío de Arnil, que vio cómo el artefacto, tras sofocar sus luces, parecía perder la vida y se abandonaba en caída libre.

No habían llegado a la aldea con mayor entusiasmo. Arnil desataba un torrente de ideas sobre los demás, se pasó el camino de vuelta sugiriendo modificaciones a las cometas para que alcanzaran mayor altura. En particular, aunque aún no sabía muy bien cómo utilizarlo, le había gustado la idea de atar una tela enorme en algún punto del chasis; había supuesto que serviría para recoger el aire y lograr que el aparato planeara. 

  Entretanto, Schiaparelli, ya olvidado, soñaba en el lecho del canal. 
 

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